

La estrategia es conocida. Lo hemos visto históricamente: se empieza negando la discriminación, se sigue con la idea de que la lucha por la igualdad es en realidad un privilegio injusto y, cuando el terreno ya está abonado, se pasa a la ofensiva. El discurso político reaccionario contra los derechos LGTBIQ+ no es nuevo, pero en los últimos años ha empeorado. En España, en Europa y en el resto del mundo, se ha convertido en un eje central del discurso de la extrema derecha para reafirmar postulados conservadores en un mundo que avanza mientras ellos se quedan anclados.
El último ejemplo internacional lo ha dado Donald Trump, que, tras regresar a la Casa Blanca, ha firmado una orden que prohíbe a las personas transgénero competir en deportes femeninos. Lo hace alegando que defiende a «las mujeres y a las niñas», en un ejemplo de destrucción de la realidad que sitúa a las personas trans como dobles víctimas: por acusarlas de un problema falso y por impedirles ser parte de la sociedad. Esta medida, que había prometido durante su campaña electoral, no responde a ninguna urgencia social, sino a una construcción artificial de pánico moral que le resulta útil políticamente.
En España, el discurso político va por una senda similar. Vox alimenta cada día un discurso ultra en el que las personas del colectivo LGTBIQ+ son, como para Trump, una minoría a la que hay que apartar socialmente, mientras defienden una presunta libertad de elección que jamás tiene en cuenta la diversidad. Pero tampoco hay que olvidar que el propio PSOE eliminó hace unos meses las siglas Q+ de su ideario, en lo que es un ataque frontal a la dignidad de las personas queer.
Y mientras el ruido mediático se centra en estos discursos, en la práctica lo que hay es una dejadez absoluta a la hora de garantizar recursos.
Porque, más allá de los discursos, lo tangible es la falta de políticas públicas. En nuestra tierra, en Andalucía, la atención especializada a personas LGTBIQ+ es testimonial. No existen recursos gratuitos accesibles a nivel institucional que aborden de manera específica las necesidades del colectivo. La asistencia psicológica especializada está en manos de colectivos y asociaciones que operan con una precariedad estructural y que, en muchos casos, suplen la dejación de las administraciones.
Es aquí donde el discurso político tiene consecuencias reales. No se trata solo de declaraciones altisonantes o de titulares provocadores, sino de la erosión constante de derechos y del desmantelamiento silencioso de los espacios seguros. Las trabajadoras sociales lo vemos cada día: jóvenes LGTBIQ+ rechazados por sus familias sin recursos a los que acudir, personas migrantes que no encuentran apoyo en ninguna red o víctimas de violencia que no saben a dónde dirigirse.
La negación de los derechos empieza en el discurso, pero acaba afectando a la vida. Y la lucha por mantenerlos no puede darse por ganada nunca: el trabajo social siempre estará para defender al colectivo.